5° DÍA (09/02/12): PLANICIE DEL AZUFRE (ARG) - RÍO TENO (CHI) (40km)

Me desperté temprano, con el sonido siempre estridente de algunos compañeros de viaje. Me abrigué bien -hacía 0°, en la madrugada dicen que el termómetro marcó 4° bajo cero- y aproveché para subir a uno de los cerros a sacar fotos. El panorama era sublime. 
De un lado, la luna llena poniéndose sobre el glaciar El Peñón. Del otro, el sol asomando sobre las montañas. El campamento allá abajo, dando cuenta de la fragilidad humana en medio de la magnificencia de la naturaleza.





En el desayuno Mariano nos mostró cómo humeaba el volcán Peteroa. En la foto de al lado puede verse cómo asoma el humito. Me hizo acordar a las señales de humo de los westerns. Eran pequeños copitos que se alzaban continuamente y desaparecían poco después de mostrarse.

El día que nos esperaba era atípico en relación con lo que veníamos haciendo. Teníamos un trayecto corto hasta la aduana Argentina, donde nos esperaba un interminable tramiterío. Luego otro tramo corto hasta el punto del cruce a Chile. A partir de allí todo iba a ser descenso abrupto hasta la aduana chilena donde íbamos a almorzar mientras hacíamos los trámites correspondientes. Finalmente otro trecho de descenso hasta llegar al campamento.

La euforia del grupo estaba en su punto culminante. Afortunadamente buena parte de quienes no habían podido pedalear el día anterior ya estaban en condiciones de hacerlo y no había nuevos afectados por el virus. Por mi parte, al haber descansado bien y haber tolerado las comidas del día anterior tenía las mejores expectativas para la jornada.

En el primer tramo del trayecto avanzamos hacia las termas de azufre. La idea original era que el campamento estuviera establecido allí, pero por una cuestión de litigio judicial el ingreso estaba prohibido.
El horizonte estaba dominado por los imponentes glaciares El Azufre, a la izquierda, y El Peñón, a la derecha, a los que nos íbamos acercando cada vez más. El camino, de ripio, había mejorado en relación con los días anteriores. Estaba más asentado, supongo que por la proximidad con la frontera y el puesto de gendarmería, lo que hacía más eficaces los pedaleos.




El frío se hacía sentir a pesar de la potencia del sol, por lo cual decidí ponerme un rompevientos, por lo menos para el inicio del viaje. Comenzaron a aparecer algunos carteles que indicaban el trayecto realizado. Llevábamos 207km desde nuestra salida en Malargüe.


Luego de 8km de pedaleo sin contratiempos, llegamos al puesto de la Aduana Argentina, donde nos esperaba un interminable tramiterío que demandó un par de horas.
Cuando reemprendimos la marcha, pasado el mediodía, el sol había borrado todo rastro de frío. El nuevo tramo también sería breve y apacible: nos dirigíamos hacia el punto exacto de división de frontera geográfica, donde las aguas cambian el sentido de su curso. La euforia del grupo estaba en su punto máximo. El paisaje era realmente majestuoso.


En estos 8km el grupo se mantuvo compacto. Era un verdadero espectáculo ver a esta treintena de seres humanos con ruedas en medio de la inmensidad de los Andes. La inminencia de la llegada al punto de cruce hacía olvidar cansancios, debilidades, falta de aire...



La emoción fue unánime cuando nos encontramos con el monolito que recuerda a los miembros del Ejército de Los Andes que, a las órdenes del capitán Freire, cruzaron por el mismo paso que nosotros (y casi en la misma fecha: ellos cruzaron un 5 de febrero, nosotros el 8, claro que 195 años más tarde). Era inconcebible pensar que aquellos hombres habían realizado un trayecto como el nuestro cargados de cañones, municiones, sin ningún tipo de equipo y, por supuesto, sabiendo que lo que los esperaba del otro lado no era un hotel cinco estrellas, sino el combate. Desde chicos hemos conocido la hazaña del cruce de los Andes por el ejército de San Martín. Parecía un sueño poder estar allí.






La emoción se trocó rápidamente en alegría. Estábamos logrando el objetivo: cruzar los Andes.










Aunque parezca mentira, las emociones del día aún no habían terminado. Tras las fotos de rigor, Mariano nos reunió a todos y dio una larga charla bilingüe. Los puntos centrales fueron dos: la importancia histórica del lugar en el que nos encontrábamos, y lo peligroso del descenso que nos esperaba. Los siguientes 15 km eran de bajada abrupta, serpenteante, en un camino de piedra y de arena. Era imprescindible extremar los cuidados. El grupo brasileño de elite recibió las indicaciones con una sonrisa. Esto alarmó a algunos de sus compatriotas, que inmediatamente les recordaron la importancia de preocuparse por sí mismos y por los demás.

Nos pusimos en marcha. La sugerencia fue que los más rápidos partieran adelante, dejando una distancia no menor a cinco metros entre uno y otro. Por supuesto, yo decidí ir con el pelotón de retaguardia.
Es difícil describir esta etapa. En un primer momento traté de sacar algunas fotos y hacer un video. Lamentablemente, no me di cuenta de que el polvo había trabado el diafragma de la cámara, razón por la cual  las mejores imágenes que conseguí son las siguientes:
Esa cinta que se ve serpenteando, no es un río, sino el camino de descenso. El sendero era, por momentos, muy angosto. Eso hizo que no volviera a detenerme para sacar fotos. Eso, y el vértigo del descenso.
No soy amigo de las grandes velocidades, y sabía que mi bicicleta era la que en peores condiciones para el descenso se encontraba. Mis frenos de patín, de dudosa calidad, nada tenían que hacer al lado de los sofisticados que tenían las bicicletas de mis compañeros. Cuando di la primer pedaleada, me di cuenta de que iba a ser difícil evitar un desastre. La bicicleta comenzó a tomar una gran velocidad. Yo no quería desconcentrarme siquiera para mirar el velocímetro, pero después vi que había alcanzado una marca de 45km/h. Intenté disminuir la velocidad, pero al frenar las ruedas patinaban en el pedrerío, haciendo que la bicicleta coleara peligrosamente. Llegamos a una zona de curvas en las que el sendero iba pegado a la ladera de la montaña y del otro lado no había más que un precipicio interminable. Por momentos sentía que había perdido el control de la bicicleta. Y en una curva esa sensación se hizo realidad. Era una curva muy cerrada. A la velocidad que venía, no logré pegarme contra la pared para doblar. La bicicleta se abrió demasiado, traté de frenar pero la rueda delantera se metió en una lomita de arena y zigzagueó. Apreté el freno trasero, pero la bicicleta siguió de largo. Bajé algo así como un metro por el precipicio, fuera ya del sendero, y clavé los frenos. Supongo, por el resultado, que apreté tanto el trasero como el delantero. Y volé. Literalmente. Salí despedido de la bicicleta hacia adelante, con los brazos extendidos, y me estrellé contra el piso de piedras. El envión hizo que me arrastrara unos metros más e, inmediatamente, me cayó la bicicleta encima. Quedé con la cabeza apuntando hacia lo bajo de la pendiente, viendo el río allá abajo, tapado por mi bicicleta. Recuerdo que en medio del aturdimiento me acordé del abrazo que mis dos pequeños me dieron al despedirme, en Buenos Aires. Me dijeron: "lo único que te pedimos es que vuelvas entero". 
Me costó levantarme, por la inclinación de la pendiente. La bicicleta me pesaba como un camión. Cuando me paré, intenté subir la cuesta, pero me patinaba entre las piedras y la arena. Estaba cubierto de polvo. Ahí me di cuenta de que tenía sangre en las rodillas y en un brazo. Después me encontraría importantes moretones en un hombro y en el pecho.
Cuando logré trepar, me alcanzó a ver uno de los chicos brasileños, que pasaba raudamente. No sé qué me gritó, supongo que un "¿tudo bem?". Le hice señas con el pulgar hacia arriba. Realmente estaba tudo bem. La había sacado muy barata. Ya menos aturdido, volví a bajar para subir la bicicleta. Aparentemente estaba entera (una vez en el campamento me daría cuenta de que se le había roto un rayo).
Volví al sendero en el momento en que pasaba el último grupo. Cuando vieron mi aspecto se detuvieron, me alentaron, y todos seguimos viaje. Faltaban pocos kilómetros para llegar a la Aduana chilena, donde íbamos a almorzar.



Al llegar, dejamos las bicicletas en un costado. Los que estaban allí no dejaban de mirar el espectáculo con asombro.




En la aduana pude ir al baño y lavarme un poco. También me enteré de que habían sido varios los que habían sufrido caídas, afortunadamente ninguna de ellas con consecuencias importantes.

Nos quedaban unos 10 km. más de descenso. El paisaje se volvía más verde que del lado argentino. Era raro ver correr al río en el sentido contrario al que lo habíamos visto durante los días anteriores.

Por suerte, no hubo más contratiempos. El camino era de piedra dura, lo que permitía un mayor control de la bicicleta y la pendiente era un tanto menor.






























Hacia el final de la tarde, llegamos al campamento. El lugar elegido era menos impactante que los de los días anteriores, pero teníamos a mano el río Teno ( no tan frío como el Río Grande, aunque igualmente correntoso) donde pudimos bañarnos  ni bien llegamos.


Todavía nos esperaban gratos momentos. En primer lugar, el avistaje de cóndores, unos seis u ocho, sobre las montañas. Intenté fotografiarlos, pero con el poco aumento de mi objetivo no dejaban de parecer simples palomas. Por suerte, pudimos verlos con mis binoculares. Allí se lucían plenamente dos adultos y sus pichones volando plácidamente sobre un cielo azul oscuro. Finalmente, el día fue transformándose en noche estrellada. Ese fue el último gran momento de la jornada. Con varios compañeros brasileños contemplamos las constelaciones y, en portuñol, compartimos algunos mitos griegos sobre ellas. No hacía el frío de las noches anteriores pero el cansancio y las emociones del día nos llevaron rápidamente, después de la cena, a las carpas.

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